La lucha por una nueva constitución, contada por una joven candidata constituyente que sufrió un trauma ocular a manos de carabineros durante el estallido social. Click here to read the English version of this article.
El 18 de octubre de 2019, yo estaba trabajando de enfermera en una clínica psiquiátrica en turno de 8.00 a 20.00 hrs. Toda esa semana hubo manifestaciones en las estaciones de metro por el alza de los pasajes y ese fue el día cúlmine. Era ya horario de almuerzo y en la TV se veía que las manifestaciones continuaban y habían salido para llenar las calles de Santiago e incluso empezaban a visibilizarse en otras ciudades. Recuerdo haberme sentido profundamente feliz al pensar “Por fin nos estamos levantando, no vamos a aguantar más abusos”. Y, por otra parte, había un poco de miedo, puesto que habían comenzado a circular audios por whatsapp y otras redes sociales, diciendo que saldrían los militares a la calle, que les habían dado órdenes de disparar, que habría toque de queda, que sería igual que en el golpe militar del 73’. Sin embargo, predominaba la sensación de esperanza de que “Chile despertó”.
Lo he comentado con muchas personas y concordamos en esa sensación de alivio durante ese 18 de octubre. Existía un anhelo colectivo de querer hacer algo contra la desigualdad, pero también la idea de que los chilenos somos muy pasivos y nos quedamos callados frente a la injusticia. Sin embargo, el salto de los torniquetes por parte de los estudiantes secundarios nos dio la fuerza necesaria para combatir eso que nos oprimía.
Creo que desde pequeña he tenido conciencia de clase y empatía. Nací y crecí en Peñalolén, una comuna del sector suroriente de Santiago, en una casa de 2 habitaciones que, para seis personas, nos quedaba bastante pequeña. Peñalolén es una de las comunas con mayor inequidad entre sus distintos barrios: existe el crudo contraste entre el sector de Peñalolén Alto, cercano a la cordillera, donde viven personas de clase acomodada con viviendas que parten desde los 400 millones de pesos; y el sector de Lo Hermida y La Faena, donde históricamente han existido “tomas” y poblaciones con asentamientos precarizados o ilegales. Mi hogar se encuentra en el sector San Luis, un barrio que limita con las comunas de Macul y La Florida y que varía entre la clase media y baja.
Me crié con mis padres y mis tres hermanos. Mi mamá es ama de casa, viene de una familia de 7 hermanos, donde el dinero no alcanzó para que pudiera terminar su carrera de secretariado profesional. Quedó embarazada de gemelos a los 19 años, se casó con su pareja y tuvo al tercero de mis hermanos a los 24 años. Un año después, su marido decidió irse del país. Así, mi madre quedó sola en la casa con sus tres hijos. Años después, conoció a mi papá y se casaron, yo nací cuando mis hermanos ya tenían 10 y 15 años, por lo que soy la “regalona”: la única hija mujer y la menor. Él es ingeniero, el primer profesional de una familia pobre, donde mi abuela le daba vuelta los puños y cuello de las camisas cuando se rompían, le zurcía los calcetines rotos y mi tía dormía en una tabla de planchar porque no había camas suficientes. Mi papá siempre me dice que él pudo entrar a la universidad por suerte: tenía facilidad con los números y quiso dar la prueba de selección solo para probar como le iba, jamás pensó que le iría bien como para poder estudiar y optar a un crédito, con el que terminaría endeudado durante varios años.
Estudié en un colegio que estaba justo frente a mi casa hasta que tuve 10 años, tenía muchos compañeros que, a esta edad, me doy cuenta de que vivían ampliamente precarizados: con piojos, déficit de aseo personal, víctimas de maltrato psicológico. Incluso, la mamá de una de mis compañeras era profesora en ese mismo colegio y ella apareció algunos años después en TV, porque había amarrado a una alumna con cinta adhesiva a su asiento y le había pegado. Mi mamá me cuenta que ella muchas veces escuchó desde la casa a profesoras gritando.
Luego de eso, me cambiaron a un colegio en la comuna de Macul. Es un colegio católico, particular subvencionado, lo que significa que es privado pero el Estado le aporta monetariamente, por lo que el costo no es tan alto y son usados comúnmente por la clase media. Allí no se veía tanta precarización, pero sí recuerdo que cuando entré a ese colegio, un compañero y su grupo de amigos empezaron a hacerme Bullying. Cuando mi mamá habló con mi profesor jefe sobre esto, él le contó que el niño tenía problemas en su hogar, sufría maltrato, su padre se había ido de casa y muchas veces él tenía que quedarse cuidando a su hermano menor.
El colegio burbuja se levanta
El 2011 surgieron grandes movilizaciones estudiantiles a nivel nacional, yo tenía 16 años y estaba cursando tercero medio. Comenzó a resonar en nuestras aulas que otros colegios y liceos estaban movilizándose, pero nosotros no. ¿Por qué no? Empezamos a cuestionarnos nuestros privilegios, el que muchos de nosotros llegaríamos a la universidad porque teníamos una educación relativamente buena por la cual estábamos pagando, pero que muchos no podían pagar viéndose forzados a estudiar en educación municipal que, en su mayoría, son de muy baja calidad. Nos cuestionamos que tuviéramos que rendir la Prueba de Selección Universitaria (PSU) para la educación superior, prueba que solamente mide tipos específicos de conocimientos lógico-racionales y científico-humanistas, dejando fuera a un amplio grupo de estudiantes que no cumplían con los estándares, muy similar a la prueba que permitió a mi papá estudiar, pero no a sus hermanos.
Empezamos a levantarnos, igual que los “pingüinos” en la revolución estudiantil del 2006. Los curas y autoridades del colegio se oponían, muchos de nuestros padres también. Terminamos apodándonos como un “colegio burbuja”, donde mucho se hablaba de la caridad y el amor al prójimo, pero se realiza dentro de la zona de confort, dentro de nuestra “burbuja”. Así, salimos a marchar por primera vez, varios estudiantes secundarios del colegio, con un cartel de una burbuja, a exigir educación de calidad para todos.
Fui a marchar varias veces durante esos años y había un patrón constante que se repetía. Llegábamos al punto de inicio de la marcha, empezábamos a avanzar y en el camino se hacían batucadas, bailes, gritos y un montón de expresiones artísticas hermosas. Al llegar al punto de término, aparecía Carabineros con retenes móviles y empezaban a dispersar con carros lanza-gases y lanza-agua. En ese momento la mayor parte de la gente se iba y la marcha acababa. Al llegar a casa, en la TV se mostraban múltiples destrozos y vandalismo, Carabineros persiguiendo a estudiantes secundarios y eso era todo. No había imágenes de las miles de personas congregadas marchando o los bailes, solo imágenes de destrozos que sabemos eran un muy pequeño porcentaje de la manifestación.
Ahora entiendo por qué nuestros padres, incluyendo a los míos, tenían tanto miedo de que saliéramos a las calles. Ellos vivieron años con toque de queda, Carabineros y militares en las calles con fusiles en mano, teniendo que quemar libros o cualquier evidencia que tuviera relación con la oposición a la dictadura. Si hablaban algo “indebido” en el sitio incorrecto, podían desaparecerlos para siempre.
Sin embargo, y esto es un sentir colectivo también, mi generación creció sin ese miedo y con mucha ira de ver a sus padres sufrir la constante precarización. El modelo neoliberal se ha asentado en nuestro país y ha hecho que unos pocos poderosos se sigan enriqueciendo cada vez más, a costa de nuestras vidas. En Chile todo se paga: para acceder a buena salud hay que pagar el sistema privado, el sistema público está colapsado, las listas de espera son interminables y muchas veces la cirugía nunca llega porque el usuario muere antes; los profesionales de salud entregan atenciones de baja calidad porque muchos trabajan en situaciones precarias y generan Síndrome de Burn-out; los medicamentos son carísimos, sobretodo los de uso psiquiátrico. La educación escolar es muy cara y la gratuita es, en su mayoría, de bajísima calidad, por lo que es muy difícil que un alumno de colegio municipal pueda tener estudios superiores; la educación superior es aún más cara que la escolar y el sistema de ingreso a través de la actual Prueba de Transición Universitaria (PTU) es sumamente segregador. Mi generación ha visto a sus padres no poder estudiar por no tener los medios económicos para hacerlo; trabajar mucho, incluso tener dos o tres trabajos y ganar poco, vivir endeudados, acumulando intereses cada vez más altos; pasar horas arriba del transporte público para llegar a sus lugares de trabajo; vivir para trabajar y nada más que ello.
La razón por la cual comencé a salir a manifestarme es porque todo el ambiente en el que crecí me recordaba que la vida en Chile es muy injusta. Si bien me considero una persona privilegiada porque nunca he vivido carencias, pude estudiar una carrera universitaria sin tener que trabajar al mismo tiempo, he podido acceder a la salud, nunca he pasado hambre… esa no es la realidad de la mayor parte de los chilenos.
Chile se despierta
Vivir el estallido social cambió mi vida totalmente. Siento que yo, al igual que muchos, estaba muy tranquila en mi zona de confort. Muchas veces pensé que Natalia adolescente estaría decepcionada de mí, había dejado atrás los tiempos de movilizaciones activas y me había sumida en la rutina del trabajo. De vez en cuando participaba de alguna manifestación o acción solidaria, pero constantemente tenía la sensación de no estar haciendo lo suficiente por cambiar el mundo, como me lo había prometido en mis tiempos de secundaria.
Por lo tanto, cuando inició la revuelta, de inmediato me hice partícipe. El 19 de octubre llegué a mi casa durante la mañana a dormir, pues finalmente había tenido que quedarme en turno por 24 horas al haberse suspendido la locomoción en Santiago. Luego de recuperarme de tantas horas de trabajo, salí a la calle a unirme a un caceroleo que habían armado los vecinos de un condominio de viviendas sociales que se encuentra en la esquina de mi calle y los días siguientes seguí yendo a manifestaciones tanto territoriales como centrales en el Centro de Santiago.
Las demandas partieron por el alza de $30 en el metro que, si bien no es mucho, se sumaba a múltiples alzas anteriores y otros abusos sufridos constantemente. Salió la consigna “no son $30, son 30 años”, haciendo alusión a la precarización en que millones han vivido aún posterior al término de la dictadura. Rápidamente las demandas dejaron de concentrarse en el alza del precio del metro y tomaron las múltiples exigencias que habían salido en movilizaciones anteriores: educación gratuita y de calidad, salud para todos y gratis, sueldos dignos, fin al sistema de AFP (Asociación de Fondos Previsionales) que lucra con el dinero de las jubilaciones, fin al TAG que cobra por transitar en las autopistas, fin a la violencia machista, gratuidad en servicios básicos como luz y agua, protección del medioambiente y animales, etc.
Durante esos días, Chile se transformó. Al andar por las calles, se escuchaban a los autos tocar las bocinas, todos con el ritmo característico de las manifestaciones “pip, pip, pipipip”; la gente en las calles se saludaba al verse los unos a los otros con símbolos alusivos a las protestas. Incluso, en las marchas, todos estaban preocupados del de al lado: ofreciendo agua con bicarbonato para pasar el prurito de los gases lacrimógenos, mascarillas para cubrirse del gas, ayudando a alejarse hacia lugares más seguros cuando Carabineros empezaba a reprimir, etc. Fueron días hermosos, y eso es algo que actualmente, pese al encierro, se sigue visibilizando cuando nos encontramos en las calles.
Sin embargo, también había miedo. Habían decretado toque de queda y habían salido los militares a las calles con fusiles en mano, igual que en la dictadura. Empezaron a circular múltiples videos de represión y personas gravemente heridas. Militares, Carabineros y Policía de Investigaciones disparando a las personas. Recuerdo algunos videos que nunca se me borrarán de la mente: una mujer en el suelo sangrando luego de que le dispararan en la zona genital; un joven inconsciente y sangrando, siendo arrastrado por los militares hacia el interior de un cuartel; una cuadrilla de más de 50 militares corriendo con fusiles y golpeando y disparando a todo quien se cruzara, igual que una guerra; un auto policial andando a toda velocidad y virando bruscamente hacia la vereda, atropellando a quienes iban caminando por allí; un mapuche siendo sacado en camilla por personal de emergencia luego de que militares le dispararan al interior de su vivienda; un hombre cayendo al suelo inmóvil luego de que le dispararan una bomba lacrimógena en el cráneo; un joven siendo aplastado por dos carros policiales en vivo en la TV. Además, los gremios médicos y de salud empezaron a advertir un fenómeno constantemente: personas heridas en sus ojos en cifras alarmantemente altas, llegando a superar las cifras de países en guerra, como Israel.
Jamás se me pasó por la mente que algo me pudiera pasar a mí. Yo soy una persona muy precavida, solo asistía a manifestaciones pacíficas y, al momento de ver violencia, me retiraba. Ahora pienso en lo ingenua que fui de pensar que nada podía ocurrirme si era precavida, pues no importa la cautela que se pueda tener, la violencia que usan las policías es desmesurada, el mismo Presidente de la República nos declaró la guerra en cadena nacional.
El disparo
El 28 de octubre, 10 días después de iniciada la revuelta, me dirigí a una concentración convocada a las afueras del Palacio de la Moneda a las 17.00 hrs. Llegué al lugar a las 16.50, el clima era tranquilo. Muchas personas estaban sentadas en el suelo, algunas comiendo, pues había un carrito vendiendo “mote con huesillo”. Otras estaban con pancartas haciendo algunos gritos y otros esperando congregarse con otras personas. Ese era mi caso, tomé mi celular para escribirle al amigo con que me iba a juntar en el lugar.
En cosa de segundos apareció un carro lanza-aguas avanzando muy rápido por el Paseo Bulnes, que es un paseo peatonal que está frente a La Moneda. Tuvimos que movernos rápidamente para evitar que el carro nos arrollara. Rápidamente aparecieron Carabineros a pie con carabinas lanza-lacrimógenas, lanzándolas al aire. Yo estaba parada sobre una jardinera para ver lo que ocurría. Cuando empecé a correr, un joven me tendió la mano para ayudarme a bajar y otro me tiró agua con bicarbonato en la calle para amortiguar los efectos del gas lacrimógeno. Me desvié por una calle más pequeña, pensando que solo dispersarían por el Paseo, que es muy amplio. Alcancé a correr una cuadra y me giré hacia mi izquierda para ver si aún estaban cerca, recuerdo que delante de mí iba corriendo una mujer con un niño de unos 6 años, que probablemente no estaban en la manifestación. Al momento de girarme, oí un disparo y de inmediato sentí un golpe tan fuerte que no encuentro palabras para explicar lo potente que fue. No sentí nada más, de inmediato se me durmió la cara: no sentía mi ojo, mi mejilla ni mi labio, se me había dormido todo el hemisferio derecho de la cara. Instintivamente me llevé la mano al ojo para presionar y durante un microsegundo pensé: “No, esto es un sueño. Soy una más”. Al segundo traté de seguir caminando, pero estaba aturdida. Afortunadamente un joven me vio, era paramédico. Él me llevó al interior de un restaurant donde me dieron los primeros auxilios y luego me consiguieron un auto para trasladarme al hospital.
Luego de eso, vinieron tres cirugías para reparar en lo posible el daño, pero no fue posible salvar mi ojo y tuvieron que eviscerarme. Vinieron, también, semanas de reposo sin poder pararme de mi cama; meses de perder mi autonomía, de sufrir estrés postraumático y requerir rehabilitación psicológica.
Hambre de justicia
La fuerza que tengo hoy para continuar con mi vida, viene del hambre de justicia. Rápidamente empecé a visibilizar mi caso, di todas las entrevistas que me ofrecieron dar, me empecé a unir a organizaciones de derechos humanos y empecé a participar en la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular, donde seguimos, día a día, exigiendo justicia por lo que nos arrebataron.
En esta lucha, surgió la oportunidad de impulsar un proceso constituyente, pero no fue de la forma que esperábamos. Nuevamente, los partidos políticos y el Gobierno firmaron un acuerdo a espaldas del pueblo: El Acuerdo por la Paz. Este acuerdo fue un salvataje a Sebastián Piñera y su gobierno que se caía a pedazos, además, buscaba avanzar dejando en total impunidad las violaciones a los derechos humanos ocurridas: los heridos, torturados, abusados, violados, mutilados, detenidos y muertos.
Sin embargo, surgió la necesidad de que el pueblo tomara este proceso y no se lo dejara en manos de “los mismos de siempre”, es decir, la clase política privilegiada, los empresarios y figuras que se han apoderado del país para su propio beneficio. En este contexto surgieron fuerzas del mundo independiente impulsando el Plebiscito del Apruebo. Se levantaron diversas organizaciones sociales, figuras públicas no políticas, movimientos sociales y comunidades llamando a votar apruebo. La campaña también fue muy bonita, evidenció nuevamente la unidad en las calles, las banderas y lienzos flameaban en las calles, pero no eran banderas chilenas, eran banderas Mapuche; banderas con el símbolo del “negro matapacos”, un perro negro que se hizo famoso por estar presente en muchas marchas.
Surgieron, también, durante el estallido social y posterior preparación del plebiscito del Apruebo, múltiples organizaciones territoriales, asambleas y cabildos. La organización colectiva se empezó a alzar de inmediato. Mientras se convocaba a manifestaciones, paralelamente se hacían llamados a asambleas callejeras donde, entre vecinos y pobladores, se hablaba de nueva constitución, de qué implicaba el proceso y se discutía cuáles eran los cambios que se necesitaban.
Todos participaban, los abogados y profesionales instruidos daban charlas a la población general para entregarles conocimientos; los pobladores y vecinos se agrupaban a discutir sus necesidades; los dirigentes organizacionales llamaban a actividades de visibilización y educación. No solo eran los partidos políticos y organizaciones sociales, todos querían participar. Incluso recuerdo haber planificado juntas de análisis de la constitución con mi grupo de amigos y mucha gente lo hacía de esa manera.
Finalmente el Apruebo ganó por paliza con un 78,28% a favor de redactar una nueva constitución. Con esos resultados, se empezó rápidamente a planificar el proceso constituyente y se levantaron diversas candidaturas. Así, muchas personas comenzaron a instarme a lanzarme como candidata a la convención constitucional. En un principio no lo vi posible, pero luego de que me ofrecieran cupos para ir como candidata me di cuenta de que sí era algo que podía hacer. Creo que en Chile estamos acostumbrados a que quienes ocupan cargos políticos son personas con dinero, familiares de políticos y gente de la élite, razón por la cual yo pensé que era un lugar que no me correspondía. Sin embargo, me di cuenta de que ese es el problema que tenemos en Chile, hemos permitido que personas sin mérito para ser políticos lo sean, solo porque nos hicieron creer que tienen la capacidad de hacerlo, cuando solamente han legislado y gobernado para su propio beneficio.
Candidata Constituyente
Acepté el cupo del partido Convergencia Social para ir como candidata independiente, y lo acepté únicamente porque es un partido relativamente nuevo que no es parte de los partidos que han perpetuado el modelo neoliberal luego del término de la dictadura, como sí lo han hecho los partidos de la ex Concertación.
Mi equipo lo conformaron familiares, amistades mías y personas que creyeron en el proyecto que estaba presentando. Queríamos hacer política de una forma diferente, sin hacer promesas que nunca se cumplirían solo para ganar votos y que las propuestas se armaran entre las comunidades y organizaciones territoriales.
Hicimos un programa que tenía siete puntos de base: feminismo, derechos humanos, democracia participativa, derechos laborales, protección de los animales y medioambiente, fin al Estado subsidiario para pasar a uno garante de derechos y establecer un Estado descentralizado y plurinacional.
La campaña en las calles fue sumamente gratificante. En general tuve muy buena recepción porque mi candidatura representaba los mismos intereses que se levantaron en la revuelta social y eso se vio reflejado en las urnas. Fui la cuarta candidata más votada en mi distrito y la primera mayoría en mi lista. Sin embargo, quedé fuera por paridad.
Por primera vez en la historia, logramos que una constitución se escribiera de forma paritaria. Las mujeres siempre nos hemos vistas excluidas de la política y por eso luchamos para obtener paridad tanto en la conformación de las listas de candidatos, como en la elección. En mi distrito había cupo para cuatro constituyentes, por lo tanto, tenían que ser electos dos hombres y dos mujeres. En los resultados, éramos electos tres mujeres y un hombre por lo que yo, como fui la tercera mujer más votada, se cedió mi cupo al hombre más votado de mi lista. Saqué más de 13.800 votos, que es muchísimo para un distrito y para los pocos recursos que teníamos, pero finalmente quedó electo Marcos Barraza con 11.200 votos, militante del Partido Comunista y ex ministro en el Gobierno de Michelle Bachelet.
En el nivel macro, la paridad nos trajo excelentes resultados. De no haber existido, habría sido imposible que la convención tuviera la mitad de su composición por mujeres. Ésta permitió que los partidos y las listas se esforzaran en buscar candidaturas femeninas competitivas y que la ciudadanía se inclinara por el voto femenino. Sin embargo, la paridad dejó a 13 mujeres fuera, para ser reemplazadas por hombres.
Quizás la paridad no sea la mejor medida, ya que el objetivo final no es que sea tener igual cantidad de hombres que de mujeres, si no que es incluir a las mujeres puesto que nos hemos visto históricamente relegadas de la política, por lo tanto, no debiera funcionar como un mecanismo que siga excluyendo mujeres. Creo que una mejor opción podría ser poner cuotas mínimas de participación femenina, por ejemplo, que al menos un 40% de las personas electas sean mujeres y si fueran electas más que eso, no habría necesidad de intercambiar esas candidaturas por hombres.
Huellas de cambio
Ha pasado ya un año y ocho meses del comienzo de la revuelta y Chile es otro. Plaza Dignidad, como llamamos ahora a la Plaza Baquedano, ya no tiene pasto, el paso de tantos manifestantes lo terminó secando; los edificios y murallas están impregnados de rallados alusivos al estallido: “fuera Piñera”, “ACAB”, “hasta que la dignidad se haga costumbre” y otros. Muchas personas que eran partidarias de la derecha ya no lo son, porque vieron el daño que son capaces de hacer a las personas a través de la represión policial. Y pese a que estéticamente nuestro país se ve más feo, logramos ver que bajo eso hay ideales y consignas hermosas para terminar con la injusticia y desigualdad.
Estoy segura de que esto que pasa en Chile se va a repetir en otros países de Latinoamérica y, de hecho, ya está pasando. Dicen que en Latinoamérica hay un hilo rojo que nos une y que, cuando a un país le duele, a los otros también. La historia de la colonización y la violencia nos ha afectado de igual manera y es hora de ponerle fin, porque hasta el día de hoy vemos como se repiten los mismos patrones de poderosos queriendo apropiarse de los recursos que son de todos quienes habitamos esta tierra. Espero que este sea el inicio de la liberación de Latinoamérica.
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Todas las imágenes reproducidas son propiedad de la autora, salvo mención expresa. Imagen principal: Karla Riveros.